Columna
López Obrador, el politiquero
Pablo Méndez
Hace nueve meses fueron asesinados dos sacerdotes jesuitas en la comunidad de Cerocahui, en el Estado de Chihuahua.
El responsable es un sujeto de nombre José Noriel Portillo Gil, apodado el Chueco. En aquel entonces se dijo que trataba de un delincuente que tenía asolada a la región y que delinquía con total impunidad, al grado que hasta era dueño o patrocinador de un equipo de beisbol.
Luego de la muerte de los sacerdotes jesuitas, pasaron largos nueve meses para que ahora el chueco apareciera muerto, ejecutado al parecer. Es decir, no fueron las autoridades federales, estatales y municipales, capaces de detener al asesino, no obstante que, según versiones de la región, el chueco se paseaba impune.
El despliegue de las fuerzas de la Guardia Nacional, a petición expresa del Presidente López Obrador, fue un fracaso monumental. Nueve meses y no pudieron detener al asesino.
Si es que existe, lo que hubo con la muerte del Chueco, fue justicia divina, no terrenal.
La cereza del pastel en este drama de violencia e impunidad, la puso el Presidente López Obrador, al salir a decir que las autoridades estatales de Chihuahua seguramente protegían al Chueco.
Ser responsable de la violencia desbordada e impunidad y, además, buscar sacar raja electoral es, aquí y en china, hacerse güey. Hasta la próxima.